Un hospital que agoniza

Tercer día, esto no es ni la mínima parte de lo que ocurre a puertas cerradas en el sistema de salud pública venezolano, ni tampoco fui la primera en descubrirlo, pero fue un reto personal y una experiencia que agradezco haber tenido antes de migrar. 

El Hospital José María Vargas, custodiado por la Guardia Nacional Bolivariana y la milicia que interroga y asedia a todo el que intenta entrar. Estos milicianos, no suelen ser muy amables y preguntan cualquier cosa a quienes no lleven ningún tipo de uniforme.  Por otro lado, la fachada del recinto hospitalario, poco tiene que ver con el que alguna vez fue referencia en América Latina: camillas rotas, puertas rotas, pasillos sin alumbrado, paredes sucias, humedad, baños fuera de servicio, no hay agua, perros callejeros dando vueltas en el recinto, gente durmiendo en el piso, pacientes atendidos en medio de un pasillo y se le suma la falta de ambulancias para atender emergencias. En fin, todas las características críticas de la decadencia de un lugar que solo opera al 30% de su capacidad. 

Como en los ambulatorios anteriores, se repetía la historia de los insumos, pero a una mayor escala y los médicos deben solicitárselo a los pacientes. 

“Señor, tiene que traer más pañales porque ya no le quedan, las gazas y la solución también se nos está terminando”, le decía el médico interno de pregrado al compañero del paciente, que estaba ayudando a que le limpiaran una escara donde entraba toda la mano del médico, esto debido a un accidente en moto que había tenido hace un año que lo dejó parapléjico. 

 Por otra parte, las estanterías de los cuartos de cuidados especiales vacías mientras la sala de emergencia se encontraba abarrotada de personas por atender o por ser trasladada a quirófano, algunos inclusive, llevaban días esperando porque solo había uno en funcionamiento.   

 Asimismo, también en ocasiones se presentan conflictos entre los mismos médicos por intentar llegar a un acuerdo sobre quién tiene la prioridad de uso del último insumo que queda y el cual están necesitando varios pacientes a la vez, como sucedió esa noche. Donde intentaban ponerse de acuerdo entre discusiones, si ponerle la sonda vesical  a un hombre que tenía varias horas sin reaccionar que llegó un coma etílico o a una mujer de 60 años que se encontraba en cuidados intensivos y había que cambiarle la que tenía, hasta que entre groserías y mofas disimuladas, acordaron ponérsela al señor del coma etílico que no dejaba de hacer ruidos extraños con la boca y que tenía la barriga tan inflamada que parecía que en cualquier momento estallaba. 

  ¡Qué difícil, tener que escoger una vida por encima de otra, solo por la falta de un insumo médico! 

Cada día en Venezuela, desde hace muchos años son más las enfermedades, los pacientes y menos las soluciones, los tratamientos y los médicos. 

Después de haber tomado distancia, ya que me abrumó bastante esos 3 días y unos cuantos posteriores, con un agotamiento mental y anímico, hoy 27 de enero del 2020, no deja de sorprenderme y de conmoverme, de repensar y cuestionarme tantas cosas, y cómo el humano, el gobierno puede permitir que un hospital y todo un país llegue a tan deplorable condiciones por maldad, ego, sed de poder.  Fueron 3 días realmente difíciles: escuchar, ver y sentir la desgracia humana, lo poco valorada que está la vida en Venezuela, la poca dignidad que parece tener cualquier humano y la vocación de quienes hacen lo posible por salvar una vida con el mínimo de los recursos, eran y son muchos los sentimientos encontrados, porque a esos 3 días se le sumaban todo lo que ya venía viviendo en Venezuela. 

Fueron 3 días de enfrentarme con mis miedos, que son más reales y seguros que otra cosa: la enfermedad y la muerte, sobre todo, lo que me quedó muy claro es lo finito que somos y lo frágil que es la existencia humana que siempre está dependiendo de un otro.